Antes de seguir con las aventuras y desventuras de Dujal y compañía, un minirelato sobre los guardianes.
No, no aparta a dos almas amadoras
adverso caso ni cruel porfía:
nunca mengua el amor ni se desvía,
y es uno y sin mudanza a todas horas
William Shakespeare
A veces la belleza se clava en el corazón como un dardo que la tristeza retuerce. Las Puertas del Viento se recortaban contra un perfecto cielo azul radiante como dos gigantescos colmillos de ébano pulido. Había sido un largo día de calor, pero ahora que la luna empezaba a asomar sobre el desfiladero se había levantado una brisa leve y fresca que aliviaba los rigores del verano. Los grillos aceptaban el relevo de las cigarras y en algún lugar entre los árboles un búho anunciaba con sus gritos que acababa de despertarse. Su mujer salió del arroyo con los restos de una corona de flores blancas, enredados entre sus empapados cabellos castaños. Pequeños surcos de agua se deslizaban por su piel canela, bajaban por sus pechos y recorrían el delicioso sendero que iba de su nariz a sus labios entreabiertos. Ella era más hermosa que todos los atardeceres, mas que todos los días perfectos que pudiese haber en mil años. Pero no podía contemplarla sin sentir ese pinchazo de dolor de en las entrañas, la larga cicatriz que cruzaba su rostro, la que había cerrado su ojo derecho para siempre era como un recordatorio constante de lo poco que se merecía su amor. No se explicaba como Ada seguía amándole a él, que la había arrastrado de desgracia en desgracia desde que había entrado su vida. Él que era incapaz de darle todo lo que se merecía. El ojo que faltaba en el rostro de su amada era la evidencia de cuanto había fracasado en su intento de estar a la altura de su cariño. Y por eso no podía contemplar su rostro sin sentir su merecido pellizco de culpa.
Samir apartó la vista, y maldijo entre diente. Malditas hadas traicioneras y maldito aquel mundo insignificante en el que vivían como mendigos. Solo habría podido soportarlo, era un sacerdote y su destino siempre había sido la austeridad, pero ella…en otro mundo había sido una princesa, rodeada de lujos y placeres. Renunció porque se encaprichó del muchacho inocente que una vez debió ser, y cuando su amor quedó al descubierto en lugar de negarlo y volverle la espalda, abandono su trono para seguirlo a un exilio vergonzoso. Dejó toda su vida atrás con la cabeza alta, orgullosa y erguida, como una fortaleza. Si alguna vez había lamentado aquella decisión, Ada jamás lo había demostrado. La primera noche que pasaron lejos de la casa a la tal vez no volverían nunca, hicieron el amor sobre la hierba empapada de rocío. Lo recordaba, recordaba su risa “somos libre mi amor, mi dulce sacerdote” le había susurrado al oído antes de guiarlo hacía su interior. Pero él tenía miedo, sabía que acabaría por darse cuenta del error que había cometido y entonces se arrepentiría.
Los siglos pasaban y Ada no lo odiaba.
El día que perdió el ojo el no estaba a su lado. No pudo protegerla porque estaba demasiado preocupado persiguiendo una falsa esperanza. La dejó sola y aquel miserable sidhe, aquel ridículo insecto de mirada helada había mancillado el rostro más hermoso de todas las eternidades. Si él no hubiese sido tan necio, ese espantajo noble estaría colgando de sus tripas y ella no habría tenido que sufrir por si estupidez. Entonces pensó que se lo reprocharía, que lo culparía por abandonarla. Nunca lo hizo. Era mas de lo que podía aguantar, él no se merecía aquel amor abrumador, sentía que no podía corresponderlo en su justa medida.
Una mano húmeda se posó sobre su espalda, ligera como un pájaro, Samir miró por encima de su hombro. Ada lo contemplaba con un dulce mohín de reproche.
-Otra vez pensando demasiado…-Le dijo resignada.
-No puedo evitarlo-Contestó con amargura.
Su esposa se sentó a su lado y le pasó los dedos por los cabellos nublados.
-Antes tenías el pelo rubio como el sol y la culpa lo has ensombrecido. No quiero ser la causa de ese dolor. ¿Es que no eres capaz de entender que solo necesito tu amor?
Samir agachó la cabeza. No, no era capaz. Él tenía tan poca cosa que ofrecer.
-Algún día te vengaré- Le prometió besándole la mano-Algún día te daré todo lo que necesitas.
Ada le echo los brazos alrededor del cuello.
-Mi dulce sacerdote del cielo- Le dijo con dulzura- Tu eres cuanto necesito. Solo quiero que sonrías para mí.
El sacerdote acarició la mejilla de su mujer.
-Te amo.
-Lo sé.
Ada lo beso en los labios, primero dejó caer sobre ellos un roce suave, como una llovizna de verano y después apretó todo su cuerpo y su olor a flores contra el cuerpo del sacerdote.
-No necesito venganzas, no necesito belleza, ni siquiera necesito ojos. Solo te necesito a ti.
Samir le devolvió el beso a su esposa. Era increíblemente dichoso, pero sabía que la tristeza estaba allí, alteando como una mariposa negra sobre un campo de girasoles. El cielo es demasiado grande para estar libre de nubes.