“Creo en las hadas” decía cuando era niña, y a su alrededor los adultos se reían y halagaban su inocencia, pensando en sus propias infancias, en sus juegos secretos, en los amigos invisibles que habían creado y perdido con el paso de los años. Y la niña creía en las hadas, en el ratoncito Pérez y en los Reyes Magos porque ese es el derecho y el privilegio de la infancia. Le regalaban libros de cuentos con vistosos dibujos, escuchaban sus historias y halagaban su imaginación desbordante, la chispa de su vivacidad.
Fue creciendo, casi a traición dejó de ser una niña
Y ella aun creía en las hadas, no del mismo modo. No esperaba encontrar un círculo de setas, ni una diminuta danza a la sombra de un jardín misterioso. Pero creía en la magia de contar una historia, de crear un mundo solo con palabras. Algo que preocupaba a sus padres y ya que casi nadie encontraba divertido “Esto no te lleva a ninguna parte” le decían muy serios “Céntrate, no puedes pasarte la vida con la cabeza en las nubes” Ya no le regalaban libros de cuentos, aunque ella los compraba de todas formas, porque seguía necesitando sucesos extraordinarios de vez en cuando. Aunque nunca decía en que creía, ni que esperaba. Guardaba esos pensamientos para si misma, solo decía lo que esperaban que dijera una mujer de su edad.
Un día encontró un broche en una tienda. Era la fotografía de un hada vestida únicamente con sus cabellos, con unas alas de mariposa listas para echar a volar, enmarcado con un bonito marco de plata. Compró el broche de inmediato y se lo puso en la solapa de su abrigo, sobre el corazón. Y en silencio, a pesar de los años, siguió creyendo en las hadas.