domingo, 22 de abril de 2012

El extraño caso de la mujer transparente




Es difícil explicar como nacen las historias. Es mucho más fácil dar las gracias a los que te ayudan a crearlas. Gracias. 


A veces aún me acuerdo de ella. Con los años, su imagen se ha convertido en una presencia constante en mi memoria, una mancha en un espejo, casi imperceptible pero imborrable. A veces su recuerdo me golpea con la fuerza del dolor reciente. Faltaría a la verdad si dijese que su caso ha llegado a obsesionarme. Es solo que ejerce un peso en mi corazón, que me provoca inexplicables remordimientos pese a que estoy convencido de que hice todo cuanto estaba en mi mano por ayudarla. Su recuerdo arrastra una profunda sensación de fracaso.  Durante algún tiempo repasé las notas y los apuntes del expediente, esperando encontrar ese detalle que pasé por alto, lo que fuera que desencadenó la desgracia. No lo hay. Sigo revisando mis papeles a veces, solo que ya no busco lo que no vi: ahora busco una explicación que le dé sentido a aquellos días terribles. Me hago viejo, empiezo a pensar que simplemente enfoqué mal la investigación; el autentico misterio de aquel caso era la propia Alma.
Entró por primera vez en mi despacho a principios de Octubre. No recuerdo si ese día llovía o era una maravillosa tarde de otoño, ciertos detalles ya han escapado de mi memoria. Sí recuerdo que la estaba esperando. Había tenido la delicadeza de pedir cita previa, aunque sin especificar los detalles que deseaba consultarme, algo que habitualmente no toleraba: me gustan las situaciones claras. Investigué un poco: una mujer decentemente casada, acomodada, pocos amigos y menos aficiones. Con estos datos creí imaginar la razón de su consulta; en mi profesión, cuando una mujer casada pide cita a última hora de la tarde siempre es por un asunto del corazón. Un marido infiel, algún arreglo para lograr un divorcio, chantaje… Debo decir que me producían cierto fastidio esos asuntos, pero el bolsillo manda y yo no podía permitirme el lujo de rechazar a un cliente sin conocer el motivo de su consulta. Así que esperaba con Momo dormitando junto la estufa encendida, el sillón de las visitas en su sitio y más fastidio que curiosidad.
 Su entrada apenas me produjo impresión alguna. Momo levantó la cabeza y olisqueó el aire con poco interés, regresando de inmediato a sus sueños, ignorando por completo a nuestra visita. A primera vista parecía una mujer tan perfectamente normal que nadie se hubiese fijado nunca en ella. Pertenecía a esa marea de seres vulgares y anónimos que pasan por nuestro lado sin que reparemos en su existencia. No era bonita ni fea, vestía un correcto y sencillo vestido gris y, en contra a lo que solía ser habitual en este tipo de visitas, no llevaba velo para ocultar su rostro. Un gesto muy dramático, muy habitual en las mujeres que intentaban pasar desapercibidas; casi ninguna caía en la cuenta de qué llama mucho más la atención una mujer velada entrando en casa de hombre soltero que una dama discreta a cara descubierta.
Se sentó  tras quitarse el abrigo. Me pareció raro que se dejase los guantes, pero pronto ese detalle dejó de llamarme la atención. Había algo mucho más extraño en la mujer que ocupaba mi destartalado sillón. En un principio fui incapaz de identificar de qué se trataba, era algo vago e indefinible… Resultaba imposible adivinar si la habían arrastrado hasta allí los celos, el deseo de venganza o el miedo, porque su expresión era hierática, inexpresiva de un modo antinatural. Tenía la sensación de estar delante de una estatua y no de un ser humano. Era pálida, o tal vez estaba pálida, como hecha de alabastro ligeramente rosado. Sus ojos destacaban sobre su piel radiante porque eran dos manchas oscuras en un rostro que no tenía nada que decir.  Frente a esa serenidad inmutable, me sentí repentinamente incomodo, fuera de lugar en mi propia casa.  No habló, sino que esperó a que fuese yo el que iniciase la conversación. Durante unos segundos, un silencio insoportable cristalizó entre nosotros y la atmosfera de la habitación se volvió dura y fría hasta lo insoportable. Con la primera impresión sentí una aversión visceral por mi invitada y decidí casi al momento que no quería escucharla, que no iba a aceptar su caso por mucho que me pagara.
-Señorita Oliver, no tengo la costumbre de recibir clientes en estas circunstancias. -Fui deliberadamente cortante con ella. Quería que se marchase. La habría echado si hubiese estado en mi mano-. Me gusta saber qué desean consultarme para poder saber a qué atenerme y no perder el tiempo.
Ella alzó los ojos solo un momento, ojos castaños como tantísimos otros, y me miró un segundo tratando de sondearme. Después volvió a bajar la mirada con el gesto de un gato acobardado.
- Yo no suelo actuar de este modo tan poco ortodoxo, señor Alcázares –contestó. Su voz vaciló menos que su mirada-. Desgraciadamente, sospecho que si le hubiese contado el motivo de mi visita no habría accedido a recibirme.
-He tenido clientes muy peculiares, señora. No se me sorprende con facilidad.
Ella no se inmutó, apenas cambio de expresión. Se limitó a volver a contemplarme con aquella mirada fija y vacía.
-Estoy segura de ello, pero mi caso es especial… en un sentido que apenas puedo explicar con palabras.
-Sería muy de agradecer que lo intentase, señora Oliver.
-Por favor, llámeme Alma. Lo hace todo el mundo. -Señaló una pequeña lámpara situada a su espalda-. ¿Le importa?
-Adelante.
Encendió la lámpara y, sin mayores preámbulos, se quitó un guante. La prenda desveló una mano femenina, de esas que no han tenido que estropearse con las labores de la casa. Durante un momento me pregunté qué era lo que pretendía. Lo averigüé muy pronto; la luz, atravesaba la carne de su mano como si fuese seda roja, enredando huesos y venas. Necesité un largo periodo de tiempo para recuperarme de la sorpresa y, por huir de la visión de aquella mano traslucida, me fije en sus ojos. Fue un  error; encontré en ellos una mirada aterrorizada que ya había visto muchos años atrás en otro rostro. Una mirada que intentaba olvidar.
-Señora -logré decir cuando recuperé el dominio de mi mismo-, no veo cómo puedo ayudarla
-Sálveme -me rogó con el tono desesperado de los desahuciados-. Se lo suplico, no puedo acudir a nadie más.
Me sentí abordado de un modo brutal. Aún trataba de sobreponerme a lo que acababa de ver
-¿Qué la salve? Señora, no se está comportando de un modo sensato. ¿Qué pretende que haga? No puedo ayudarla, ni siquiera sé por dónde empezar.  Esto es cosa de un médico. Yo soy consultor legal.
A modo de respuesta, sacó un sobre de su bolso y me lo extendió. La idea de tocarla me produjo escalofríos; evité rozarla y lo recogí haciendo acopio de sangre fría. En su interior había varios pliegues de papel rellenos con una letra pulcra y precisa que me era tremendamente familiar. Casi no necesité ver la firma para saber quién había escrito aquello: no era  la primera vez que mi amigo, el doctor Emilio Casals, me enviaba clientes. Esta vez no podía estarle demasiado agradecido. Fingí leer el informe sin demasiado interés y se lo devolví a su dueña.
-No sé por qué piensa que estos papeles pueden serme de alguna utilidad.
-No los ha leído-me reprochó-. Ahí dice que estoy perfectamente sana. No sufro un problema médico.
-Razón de más.  Aparece usted en mi casa sin dar explicaciones, me expone una situación que escapa por completo a mi entendimiento y me pide, sin preámbulos ni delicadeza, que la salve. No sé qué le ha contado el doctor Casals de mi trabajo, pero estoy seguro de que esto supera mi pobre talento.
-No sé lo que me ocurre mejor que usted. Pierdo color, no puedo decir que me deshago puesto que mi cuerpo conserva la consistencia; no me siento enferma, no estoy débil. Y, sin embargo, temo acabar convirtiéndome en un suspiro. No me pregunté por qué, pero sé que si no lo detengo terminaré por desvanecerme. ¿Le parece poco motivo para solicitar ayuda?
-No he puesto en duda que la necesite, solo le he indicado que yo no puedo prestársela. Su situación es trágica, eso ningún cristiano lo negaría. Aun así,  mis servicios suelen estar dirigidos a situaciones muy concretas. ¿Sospecha que alguien le ha hecho esto? ¿Un veneno tal vez? ¿Tiene usted enemigos? Con ese tipo de asuntos puedo serle de alguna utilidad.
Alma negó con la cabeza.
-Soy una mujer insignificante.
-¿Y su marido?
En este punto mi visita se revolvió en su asiento. La vi morderse los labios un segundo y tardó en responder. He vivido lo suficiente para saber cuándo una mujer no quiere hablar abiertamente de su esposo.
-Él no tiene nada que ver; ni gana ni pierde si me ocurre algo.
-Sentirá su perdida. Tal vez alguien trata de hacerle daño a través de usted.
Alma negó con una sonrisa triste.
-En ese caso, alguien se estaría equivocando de parte a parte.
-Entonces, déjemelo claro: ¿quiere que averigüe si alguien le está haciendo a usted eso?
-No, estoy segura de que mi problema no es de este mundo. Lo que quiero es que me ayude a detenerlo.
Llegados a este punto, mi incomodidad y mi desconcierto habían superado en mucho mi deseo de ser amable.
-Pues vaya a ver a los gitanos, señora Oliver, o a un sacerdote. Porque yo no puedo hacer nada por usted.
-Me llamo Alma. Y el doctor Casals se equivocó con usted. Me dijo que era un caballero.
-Lo soy. Podría ofrecerle mis servicios a precio de oro y no hacer absolutamente nada por usted. Me lo impiden la ética profesional y los escrúpulos. No sé qué problema la ha llevado a su condición actual. Estoy siendo honesto. No creo que pueda serle de alguna utilidad.
-¿Cómo puede saberlo si acaba de decir que no sabe lo que me pasa? -preguntó poniéndose en pie.
Tengo que reconocer que no supe qué debía contestar. Ella aprovechó mi desconcierto para ponerse el abrigo y salir de mi casa sin que yo moviese un solo dedo para impedírselo.
Recuperar la soledad fue un alivio momentáneo. Después me di cuenta de que había dejado sobre la mesa los folios de su informe médico, los que apenas había fingido leer.  Las tardes de un soltero son largas, las de un pobre son más largas aún. Había terminado con el periódico de la tarde, no tenía a donde ir y mis libros eran ya mucho más que viejos conocidos. Miré a Momo; mi perro me observó desde la alfombra, tan aburrido y desganado como yo. Lo normal hubiese sido querer olvidarme de aquella mujer antinatural, pues su recuerdo me producía escalofríos. Y, sin embargo, leí el informe médico; sin sacar nada en claro de él, apenas un rato de distracción y algo de desconcierto. Tiré los folios al interior de la estufa e invité a Momo a subir a mi regazo. Antes de quedarme dormido, ya había resuelto olvidarme por completo de Alma y de su transparencia escalofriante.





jueves, 12 de abril de 2012

Gracias






Gracias


¿Por qué estoy escribiendo una carta de agradecimiento a las dos de la mañana? Porque tengo mucho que agradecer, mucho que agradeceros a todos los que durante estos años os habéis pasado por aquí a leer, a todos los que alguna vez me habéis mandado un mensaje de ánimo o me habéis metido prisa para que colgase pronto el siguiente capítulo (incluso con imaginativas amenazas de muerte).


La Corte de los Espejos ha sido una aventura larga y ardua, tremendamente dura y descorazonadora a veces. Ahora puedo deciros que he llorado de pura impotencia muchas páginas, porque no me veía capaz de continuar la historia. Una vez tuve tantas dudas y me vi tan desbordada que estuve a punto de dejarla. Pensaba que “La Corte” era demasiado proyecto para mí. Y entonces vosotros me rescatasteis, queríais saber más y mis crisis de escritora novata os importaban una santa mierda. Bendito egoísmo de lector.


Os lo he dicho muchas veces: La Corte de los Espejos es vuestra. Y no sé a dónde llegará, no sé que le espera, esto es una aventura y ya sabéis como es la buena épica, nunca deja claro el destino de sus protagonistas. Y aun así esta noche hay algo que sé. Que una vez no dejasteis que me rindiese, que siempre os habéis interesado, que he recibido vuestros dibujos y vuestros correos como lo que son: la bendición de cualquiera que cuenta una historia.


Gracias a vosotros Nicasia sigue con buen pie su camino, despacito porque correr no es lo suyo, pero sin cansarse, sin detenerse, sin miedo a lo que tenga que venir. Y llegará hasta donde pueda. Sin olvidar nunca que la apoyan vuestras manos y vuestro ánimos. Con los pies bien firmes en tierra y los ojos en el horizonte.


Gracias. Es todo lo que puedo decir.