“La limpieza es la única dignidad que se puede permitir un pobre”, solía decirle su mujer. El saloncito estaba reluciente. Una patrulla de vecinas y parientes henchidas de caridad cristiana
No se podía decir que se hubieran
casado felices; se conocían poco y el noviazgo había sido formal y corto. Pero
al menos se casaban confiados en que unían sus vidas según los deseos
familiares y que tenían toda la vida para conocerse. Así que empezaron una vida
en común intimidados y llenos de esperanza. La felicidad vino después, aunque fue
breve, y solo con el nacimiento del pequeño
Daniel, parecía haber revivido de alguna manera. El niño reposaba sobre su
cunita. La habían pintado de blanco la noche anterior y el olor pringaba la estrechez
de las cuatro paredes.Olía a algo más, pero era mejor no pensar en eso. Centró la vista en su hijo: tenía apenas dos semanas de vida, había nacido
pequeño y frágil y las vecinas habían tenido que arrancárselo de las manos a la
madre para poder vestirlo como a un pequeño príncipe con una ropita bautismal blanca,
adornada con cintas y encajes. Todo estaba
listo. Limpio y, al parecer, carente de lujos,
aunque la foto en sí misma les había costado sus magros ahorros y la ropa del
crío era algo que apenas nadie en el barrio podía permitirse. Pero su mujer
siempre insistía en recordarle que sus ojos eran pobres y que era su culpa que
ella no pudiese tener ningún lujo.
León Alcázares centró su atención en
el cuerpecillo que reposaba en la cunita. Era su hijo,
aunque en los dos últimos días de pesadilla apenas había sido una sombra que
molestaba todo el ajetreo de comadres ocupadas en sacar brillo.
Cuando las mujeres insistieron que su lugar estaba en la taberna con los otros
hombres tuvo el impulso de echarlas a todas de su casa y quedarse tranquilo de
una vez, a ver si así podía salir de aquel estado de incredulidad que le
embalsamaba el alma. Era su hijo, pero tenía la sensación de que su papel en aquello había sido insignificante, apenas
unos jadeos y algo de sudor, un espasmo de placer obligado y ya está. Después
solo le quedó observar y esperar. Su alegría y sus inquietudes, todos sus
sentimientos, quedaban empequeñecidos por el vínculo
entre la madre y el hijo. “Tú qué
sabrás lo que se sufre”, le había dichoella una vez acariciándose el vientre en un gesto con el que tomaba posesión
absoluta del fruto de sus entrañas. Su trabajo no era otro que proveer. Y eso
había hecho. Y se había comportado en todo momento como un hombre cabal y un
caballero. Había visitado a todos los fotógrafos de Barcelona, haciendo números
con el corazón encogido y los ánimos tan anestesiados por el deber que apenas
ahora, frente a la cunita del niño con el que casi no había podido compartir
nada, empezaban a despertarse de su letargo. Se
levantó de la silla en la que se había dejado caer y se fue acercando con pasos
vacilantes hasta la cuna. Él habría querido que tuviese su nombre, León, para
que llegase a convertirse en un hombre fuerte. Pero su madre quiso darle nombre
de profeta, de un profeta que había vencido a los leones y a la muerte.
León sacó de la cama al
niño con toda la delicadeza que le permitieron las manos temblorosas. No había
tenido muchas ocasiones de cogerlo en brazos, ni de mecerlo. Su niño, con la
carita redonda y abotargada de los recién nacidos y sus ojitos firmemente
cerrados, pesaba menos que un gato y olía a flores y a cera. Le apoyó la cabecita
sobre el hombro, con la ridícula idea de
que estuviese cómodo. Su niño, que nunca había sido suyo y nunca más lo sería.
Su niño, que solo en aquel instante lo era. Tras dos semanas de agonía, rompió a
llorar en silencio sin saber si lloraba por él mismo o por la miseria del
momento. Lloró agarrándose al cuerpecito con una desesperación que le
destrozaba el pecho.
Un rumor de voces empezó a
desbordar el pasillo. Irrumpieron en el salón como lo habrían hecho si
estuviese vació, sin delicadeza, rompiendo el alivio de su llanto. Alguien le
quitó al niño de los brazos y le proporcionó unas sosas palmaditas de consuelo
en la espalda.
-Baje usted a beber algo, hombre
-le dijo alguien.
León no había bebido en su vida y
no empezaría ahora. Se giró para ver al desconocido que entraba seguido de dos
jovencitos que cargaban una caja negra con los cantos dorados. Reconoció al
fotógrafo, un hombre bajito y repeinado, vestido solemnemente con ropas de
duelo.
-¿Dónde han pensado colocar al
difunto? –preguntó reconociendo la habitación con la rutina del experto-.
No ahí no. Hay que cambiar la mesa de sitio, no hay buena luz.
El niño está muy bien, no hace falta maquillarlo.
Una vecina colocó de nuevo al niño en su cuna y recompuso la ropa. Los ayudantes del fotógrafo empezaron a mover la mesa según las indicaciones de su jefe. Su mujer entró en la habitación del brazo de su madre, ambas enlutadas, serias, teatrales. Sintió una oleada de asco y de odio que lo hizo salir de la habitación sin mirar a quién empujaba. Él era prescindible en aquel drama de pantomima. Cogió su abrigo, en la calle refrescaba. Dejó la casa sin hacer ruido. Y se marchó sin que nadie lo echase en falta. Como si fuese transparente.