Tengo un amigo que era creyente. Y practicante, además. No
era católico, pero eso da igual, lo mismo daría si fuese musulmán o judío. Era
un hombre de creencias firmes, convencido de que su vida formaba parte de un
plan divino mucho más grande y más importante que él. También era un hombre
feliz, creía en un Dios todopoderoso y amable que le hablaba de amor y
justicia, que le había dado unas reglas para dirigir su vida. Caminaba por una
senda segura, con la confianza de quien sabe que hallará consuelo en cualquier
situación y respuesta para sus angustias. Y quería ayudar, quería compartir la
felicidad de su doctrina, la única y verdadera, con todos los que no pensaban
como él. Con los equivocados. Quería hacerles partícipes de su felicidad,
ofrecerles la oportunidad de alcanzar la salvación en el más allá y la plenitud
en vida. Se convirtió en predicador, se armó de la palabra divina y la llevó de
calle en calle. Puso la otra mejilla ante cada puerta cerrada. No importaba, el
mundo estaba lleno de puertas y cada alma recolectada era un tesoro.
Por supuesto, para gozar del derecho de esta vida de
beatitud y seguridad era necesario seguir una reglas estrictas, unas leyes
inviolables: celibato estricto antes del matrimonio, relacionarse solo con
quien pertenece a tus mismas creencias, evitar ciertas y peligrosas lecturas,
confiar en la palabra de los que llevaban más años que tú estudiando las
escrituras y, sobre todo, huir de las dudas; las dudas son semillas plantadas
por el diablo.
Él obedecía, y era feliz. Vivía con tal certeza que
seguramente nunca se imaginó que un día renunciaría a sus creencias.
¿Qué pasó? ¿Qué hace que alguien que cree vivir según las
reglas más correctas un día decida renunciar a ellas? Eso fue lo que le
pregunté la primera vez que me contó su historia. Me sonrió, más bien estiró
los labios, como la reacción amable una pregunta que ya le habían hecho muchas
veces.
“Simplemente llega el día en que ya no te lo crees”,
contestó, “porque miras a tu alrededor y solo ves contradicciones. Lees,
aprendes…y sacas conclusiones. Quizás no fuesen correctas, pero eran mis
conclusiones. Una vez que cruzas una línea y encuentras ciertas respuestas no
puedes volver a ver el mundo como lo hacías antes. Una mente inquieta puede ser
una autentica maldición. Quizás no he sido lo bastante inteligente como para
casar mis antiguas creencias con lo que había fuera de ellas. Fui incapaz de
encontrar el punto de equilibrio”.
Y su comunidad le dio la espalda. Cuando te conviertes en
una oveja negra, todo el mundo tiene miedo de que despintes. Las ideas son
contagiosas, la incertidumbre es una enfermedad incurable y sus síntomas son
terroríficos.
Tras escuchar su historia le hice la otra pregunta de
perogrullo, la que ha debido escuchar más de mil veces: “¿Y ahora qué piensas
de Dios?” Me vuelvo a encontrar con la máscara de una sonrisa. “Ya lo
averiguaré; antes o después, lo averiguaremos todos”.
1 comentario:
Gran tema, tremendamente familiar para mí... Mi propio libro sobre el tema (al menos ése es el tema que subyace): http://filocoaching.com/novela-lluvia-de-domingo/ Te sigo, gracias!! Beatriz
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